martes, 14 de abril de 2009

RUSIA: un viaje de película

En 1977 muchas cosas eran distintas. Yo tenía poco más de 20 años y Rusia era un país comunista. La “guerra fría” continuaba y la visión del mundo más difundida entre nosotros era la que Estados Unidos nos vendía a través de la propaganda política y el cine de Hollywood.
Era difícil no imaginar a Rusia como un país eternamente blanco, habitado por gente taciturna, fría y disciplinada. Un país inhóspito y callado. Un país sin música ni alegría.
En ese contexto, inesperadamente, mi oficio de cantor tuvo que enfrentar algunos desafíos y viajé hasta el otro lado del mundo para participar de un concurso internacional en la lejana U.R.S.S: el Festival de la Juventud “Clavel Rojo”, que reunía en la ciudad de Sochi, a orillas del Mar Negro, a cantantes de todo el planeta. Hacia allá partí, con mi guitarra, mi valija y mis miedos, al encuentro de lo desconocido. O debería decir, mejor, de lo “mal conocido”.
La primera sorpresa se reveló ante mis ojos minutos antes de que el avión aterrizara en Moscú: Rusia en primavera era un país verde. Pero ese era un verdor distinto al que yo conocía, de una intensidad extraña y profunda.
La segunda sorpresa fue su gente. Los rusos resultaron ser un pueblo hospitalario, alegre y melancólico a la vez. Les gustaba emborracharse y cantar a coro, emocionarse hasta las lágrimas con viejas canciones, bromear, romper el protocolo. Eran afectuosos y demostrativos, de abrazo fácil y de carcajada estruendosa.
No es una anécdota contar que con la Orquesta Sinfónica de la Radio y Televisión de Moscú a mis espaldas, gané aquel festival, porque fue lo que me permitió prolongar mi estadía en la Unión Soviética durante algunos meses, conocer parte de sus secretos y regresar años más tarde.
Las sorpresas que siguieron nada tuvieron que ver con preconceptos ya que la realidad de aquel país se encargó de montarla a cada paso en el teatro de las grandes ciudades que conocí.
Así, pude visitar a orillas del Volga, la ciudad de Volgogrado, que guarda con una mezcla de orgullo y dolor las huellas de la Segunda Guerra Mundial, a la que los rusos llaman “la Gran Guerra Patria”, ocurrida cuando aún la ciudad se llamaba Stalingrado. Visitando la estatua más grande del mundo, “La Madre Patria llama”, con sus imponentes relieves que recuerdan los episodios más heroicos de la contienda, aprendí que Hollywood tampoco nos había dicho la verdad en este terreno: la guerra había sido ganada por los aliados gracias al sacrificio del pueblo soviético, que ofrendó al mundo 22 millones de muertos y planteó una resistencia tremenda a los ejércitos de Hitler, hasta desgastarlos por completo. La rendición del ejército alemán está reflejada en ese monumento y en todo el arte que a lo largo del camino reproduce los gestos heroicos de muchos soldados anónimos.
Recorrí más tarde las calles San Petersburgo (la ciudad de Pedro el Grande), llamada por entonces Leningrado (la ciudad de Lenín) y visité el Museo Hermitage, el mítico Palacio de Invierno, antigua residencia de los zares, el buque Aurora y la Fortaleza de Pedro y Pablo. En la“perla fría del Báltico”, me emocionó el amor del pueblo hacia el gran poeta Alexandr Pushkin.
Y vuelvo a sorprenderme nuevamente en el recuerdo al evocar Moscú, con su imponente Metro; la Plaza Roja y la Catedral de San Basilio, sus anchas avenidas pobladas de abedules; el teatro Bolshoi, cuna de grandes figuras de la danza; y también -especialmente- el espectáculo del pueblo ruso: familias enteras con su “maroshneia” (el helado moscovita), llevando flores para arrojarlas como premio a los artistas en el Palacio de los Deportes.
Cada vez que rebobino la película de mi vida, aquella visita iniciática a la Rusia de entonces aparece intacta y luminosa, recordándome una vez más que no hay como viajar para conocer, que los preconceptos suelen ser erróneos y que la historia no se parece demasiado a la que nos cuenta el cine de Hollywood.